Las conversaciones que tenemos justo antes de la Navidad parecen siempre las mismas: que si el menú de nochevieja, que si los regalos, que si el vestido de la Pedroche, etc. Y cada vez más en las redes sociales se lee eso de prepararse para las comidas en familia y sus “magníficas conversaciones”. Pero en enero parece que nos olvidamos de esas reuniones, para las que nos hemos estado entrenando durante todo diciembre, y nos dejamos llevar por otros tópicos: que si las rebajas, que si los excesos, que si ir al gimnasio… Vamos, que la cuesta de enero hace que nos olvidemos de lo de diciembre. Aunque mi cuesta de enero termina siendo siempre pensar en los efectos de “esas conversaciones” que tenemos con algunos de nuestros familiares. Porque mi propósito de enero, que siempre incumplo, es el mismo: “Natalia, amiga, el año que viene pasa del tema”. Siempre me planteo el mismo propósito de no discutir en la comida de Navidad y siempre termino por incumplirlo. ¿Os pasa?
En estas conversaciones incómodas el actor contra el que discuto siempre es el mismo (porque yo, os lo juro, me propongo que no voy a dar cancha, pero rompo rápido mi propósito de once meses atrás): uno de esos familiares que se creen con el poder de tratarte como ellos quieran (parece que es la propia cercanía familiar la que permite esto) y que pueden hablar de todo porque “¿quién va a saber mejor que ellos lo que me conviene?”.
El espectáculo que tengo que aguantar en estas reuniones va por actos, como el teatro: primero la parte del recibimiento y de los saludos, en donde habitualmente te hacen un repaso físico (“has engordado”, “estás más guapa”, “¿te has depilado por fin los sobacos?”). Después ya llega la hora de la comida en donde yo, como propósito de un año para otro, siempre me digo lo mismo y me fallo y entro al trapo ante “los hombres no tenemos derechos” o, mi favorita, “¿te has aclarado ya sobre si te gustan los hombres o las mujeres?”. La última parte de esta mala comedia es la de reconciliación: “no te enfades, si no es para tanto”, “chica, alegra esa cara, que solo estábamos hablando”, “que estamos de broma”.
Estas conversaciones no me pasan con todos mis familiares, tan solo con unos cuantos de esos que cumplen lo que se llama en nuestro país como “cuñao” (por su forma de estar y no por su relación de pariente). Tengo que hacer esta aclaración porque creo que en el diálogo con mis mayores aprendo muchísimo y que el problema en estos casos es siempre el mismo: que me tratan como si no tuviera razón solamente por ser la pequeña de la familia y, además, que por muchos argumentos que les des, nunca van a recapacitar y que al año siguiente te saldrán con lo mismo. Yo creo que ya lo hacen porque piensan que animan la comida, pero en realidad se te atraganta porque no son capaces de ver que si no dialogan contigo con argumentos y cariño, te están tratando como si parecieses tonta.
Porque si no hay argumentos ni se interesan por tu punto de vista lo que ocurre es que me hacen sentir juzgada, porque solo me dan “recomendaciones” hirientes (“a ver cuándo estudias algo que tenga salidas”, “ya sentarás la cabeza”). Aun así mi entrenamiento de todos los diciembres da su fruto y ya cuando me dan esos consejos (“porque ellos saben de la vida”) simplemente paso del tema. Cuando me cabreo es cuando sacan algún tema de actualidad política/social y dan argumentos simples que no hago más que rebatirlos, apelando también a que sean empáticos o, al menos, que traten de entender mi punto de vista aunque no lo compartan. Pero da igual porque cuando se sienten sin razones y acorralados es cuando llegan al victimismo (“si es que ya no se puede decir nada”, “las feministas os sentís atacadas por todo”, “no se puede ni hablar”) para, poco después, pasar al ataque porque “soy una exagerada” o “tengo la piel de cristal”.
Por cierto, menuda contradicción que aquellos que se escandalizan por la “piel de cristal” sean los primeros que se indignan con cualquier tontería y los que rápidamente van de víctimas. Y esto pasa en las mesas familiares, pero también en la política mediática.
Seguiré escuchando a los mayores con los que me siento cómoda hablando, porque aprendo de ellos y me siento escuchada aunque no comparta la mitad de las veces sus mismas opiniones ni ellos las mías. Esto no es una guerra generacional, es simplemente de educación y sensibilidad democrática y, también, de entender que da igual que estés en un ambiente familiar y de confianza porque esta se gana con el saber estar.
En fin, que yo ya paso de hacer este año el propósito de mi cuesta de enero. Al año que viene seguirá siendo lo mismo pero yo, al menos, no me habré propuesto esa estúpida promesa de callarme ante los que no son capaces de darme razones ni respetarme.