23 de octubre. Quedaba hora y media para el concierto cuando, en el parque de las Llamas, se formaba una tremenda línea que comenzaba en el Escenario Santander. Millennials y generación Z, principalmente, ocupaban el suelo. Pasaron también un par de mujeres jóvenes, de unos cincuenta años, que preguntaron con urgencia por la taquilla. Quizás, la voz Amaia reúna más edades de lo que todos nos pensábamos.
Cuando por fin se abren las puertas de la sala, los primeros en pasar entran corriendo como Relámpagos. Se escuchan risas nerviosas y abrazos de reencuentro. La magia de los conciertos, supongo, que tiene esa energía que nos une. Se apagan las luces y se ilumina Amaia, que sube al escenario con sus botas azulonas y su conjunto de una vida en borrador. Como no podía ser de otra manera, la cantante da la Bienvenida al show, y el público de Santander escucha, por primera vez, su voz sonando en los altavoces.
Amaia, la reina de OT para la generación que no vivió en directo a la Rosa de España es, sin embargo, un reto para lo mainstream. A pesar de pertenecer a la generación del smartphone, no deja de sorprender su desconexión de las redes. Miramos sus stories del día, Pero no pasa nada. Así que son las masas de seguidores y seguidoras las que riegan Instagram con sus imágenes. Amaia mira al público, se sienta al piano desde la primera canción, y regala tremendas fotografías en vertical a las primeras filas. No hace falta más.
Suenan sus temas, y el público canta cada palabra con ella. La vida imposible durante Todos estos años parece ser refugio para quien escucha. Amaia construye así su discurso, cosiendo las canciones de sus dos álbumes y haciendo que se derramen algunas lágrimas de emoción entre los asistentes. Lo mismo se marca su jota (la sorprendente Yamaguchi), que nos canta por Bisbal y por Bad Gyal… porque eso Quedará en nuestra mente (y ya está).
Su familia de músicos la observa atenta desde arriba, desde el balcón de la sala, corrigiéndola cuando dice que esta es su primera vez en Santander. Ellos murmuran, sonriendo, que no recuerda aquella ocasión, en la que, siendo muy pequeña, conoció nuestra tierra.
El juego de luces dibuja su figura, que baila, ríe y se construye para nosotros en el escenario. Amaia tiene un algo. Su esencia de conservatorio, su genética musical y su necesidad de contar desde lo que somos hacen de la artista una suerte de personaje extraño dentro del mundo de la música de hoy en día.
Cierra con La canción que no quiero cantarte, avisando de su despedida, y el Escenario rompe en aplausos. Santander ya te echa de menos, querida.
El concierto en imágenes






