“Colombia, realismo mágico” fue el eslogan turístico del país cafetero para promocionar en el extranjero su nueva cara, alejada de la mala fama, y que mostraba un lugar en el que lo irreal o extraño, era algo cotidiano. Como aquí son muy orgullosos de su patria, bandera e idiosincrasia (ay, qué mal hacemos esto en España), barren para casa en cuanto al surgimiento de este movimiento narrativo y artístico, aunque se supone que pertenece a todo el continente. Y sí, es un país especial, no sé si mágico, pero que no deja indiferente a nadie.
Mi última semana aquí, por la zona caribeña, ha transcurrido de una forma vacacional y tranquila pero siempre con cosas curiosas que contar. He de decir que los más de 30 grados y el 80% de humedad no fomentan mi ya de por sí limitada creatividad literaria, pero algo saldrá (me estoy surtiendo el cerebro de infinitos cafés y zumos de frutas para ello).
En la última entrada, desde la zona montañosa del país, conté que me iba a la capital, Bogotá, ya que había quedado en El Dorado -uno de los aeropuertos cuyo nombre más me gusta-, para dirigirme, en este caso acompañado, a la parte donde hace más calor, las pieles son más oscuras -es una verdad, que nadie se ofenda-, y se va a un ritmo más relajado en cuanto a la vida.
Para ello tomé un autobús auténticamente infernal. Desde Salento, vía Armenia -localidad colombiana un tanto despedaza que comparte nombre con el estado balcánico- , hasta la ciudad más poblada, creo que atravesé todas las montañas, curvas y baches posibles. Lo que le faltaba a mi aburguesamiento. De hecho, por esto creo que voy a cambiar itinerarios. Soy mochilero de avión más que de busetas, cosa que agradecerá mi maltrecha espalda.
Con esta fatiga mental y física llegué al lugar más peligroso en el que he estado. Sí. Tal cual. En Bogotá, mi valentía se hizo fosfatina. Tanto el marronero uber que me llevó de la estación a mi hotel, como la recepcionista de este lugar que, supuestamente tenía 5 estrellas -creo que en 1963-, me dijeron que no hablara con nadie desconocido, como si conociese a alguien en esta urbe de 12 millones de habitantes en su área metropolitana, y que ni se me ocurriese pisar ciertas calles -de la zona turística, no de lugares alejados-. Ellos habían sufrido robos, con armas de por medio, siendo locales, por lo que mi cara de gringo me hacía un blanco fácil, entiéndase el doble sentido (je je).
Pues bien, ahí estaba yo, con un día por delante, con hambre, a 2000 metros de altitud -cosa que me apanoja-, con frío y con pocas ganas de tener que huir o golpear a alguien, ya que, antes de que me roben y terminen con mi viaje, es lo que tengo pensado hacer. Así que, como un estratega militar, observé la localización de los supermercados y memoricé una ruta para no tener que sacar el móvil (aún lo estoy pagando).
Como Tom Hanks bajando del barco en la playa de Omaha (véase Salvar al Soldado Ryan, no soy peliculero ni nada), me armé de valor y recorrí los 500 metros que separaban mi decadente hotel del Oxxo, una cadena de supermercados mexicanos que han colonizado -tenía que meter la expresión sí o sí- muchos países de este continente. Allí, hice acopio de plátanos, pan tostado, galletas, empanadas y agua para pasar el confinamiento de un día que tenía por delante. Tras no aceptar el pago con mi Revolut, la tarjeta de crédito de los snobs viajeros, y caer en la tentación de tomarme un café al ver a un par de policías, volví a mi habitación, mi green zone, que era como se llamaba la zona ocupada por Estados Unidos en Bagdad durante la guerra-invasión que se perpetró por occidente a principios de este siglo.
Fuera bromas, estaba cansado y no me apetecía salir a estar pendiente de posibles hurtos o cosas raras, pero sí es el sitio más inseguro, o así lo he percibido, de los que he estado. Más incluso que México (y eso que ahí tuve un conato de robo verdadero, pero esa es otra historia). Es un lugar en plena decadencia, que transmite que todo tiempo pasado fue mejor, algo que me pasa también en los pueblos de Castilla y León a los que la autovía ha desplazado como parada habitual del café o pincho de tortilla -sí, echo de menos la comida de la Madre Patria-. De hecho, sus propios habitantes, que también tuve la conversación al respecto con el conductor de uber que me llevó al aeropuerto al día siguiente, creen que tarde o temprano la capitalidad podría irse a la más cosmopolita, vibrante y segura Medellín. Ellos culpan a los millones de venezolanos, legales e ilegales, que han huído de su rica pero fallida patria. Como veis, el debate sobre inmigración es algo que se oye en todas partes. Tanto en España como a 8.000 kilómetros.
El caso, después de esta aventura de supermercado, puse rumbo, ya acompañado, a Cartagena de Indias, una ciudad en la que vive en una romería a diario. Y no es exagerar. Al colorido omnipresente en todas sus calles, se une la música a todo volumen -reguetón, salsa o cumbia-, acompañada de los bailes de sus locales, que son inalcanzables en cuanto a ritmo para los que no llevábamos esa sangre repleta de glóbulos blancos, plaquetas y flow. Además, cuando cae la noche, personas de todas las edades salen a cenar, tomar o pasear por su casco antiguo, con un ambiente y construcciones muy gaditanas, o por el molón barrio de Getsemaní. Buena vibra o buen mood, trasladándolo a expresiones con las que los millenial nos queremos sentir más jóvenes.
Además, están cerca las Islas del Rosario, un puré de paisajes bonitos, alcohol, perreos hasta el suelo y Titi me preguntó como himno. Ya para acabar con el episodio cartaginés, es impresionante su gigantesco puerto. Por mi amiga Inés y su trabajo, me fijo mucho en los puertos, cargueros, grúas y demás menesteres del transporte marítimo. Pues bien, se nota que aquí viven muy de cara a este oficio. Imagino, siendo mal pensado, que se transportarán materias de todo tipo. Algún día reflexionaré, como es inevitable, sobre el tema de la droga. Pero desde ya, las viciosas narices o pulmones del primer mundo creo que sois los culpables. Sin la enfermiza demanda, no habría esta oferta, con todos los problemas que genera. He dicho.
Bueno, después de este spam que quería meter, hablaré sobre el siguiente y último destino, desde donde estoy escribiendo esto precisamente. Siguiendo en su tónica de color y animación, además de su impresionante Tayrona, uno de los lugares naturales más naturales, valga la redundancia, auténticos y bonitos en los que he estado, ha sucedido algo aquí que me descolocó. Me encontré un atardecer más bonito que los de Cantabria. Más de una veintena de países después; cinco continentes; playas, selvas, volcanes o montañas (soy el Jesús Calleja de Hacendado y en pelado), ví el mejor sunset -soy imbécil, lo sé- en 32 años y medio. Lo podéis ver en la foto del blog. Sin palabras. Más placentero que una cerveza fría o unos macarrones con queso y chorizo. Casi nada. Soy tan torpe que no sé ni describirlo. Mirad la imagen o cotillear el instagram para comprobarlo (@jfpiney , toma publicidad subliminal).
Para acabar, admiro la idolatría que tienen por Gabriel García Márquez. Lo digo porque yo tuve que mirar, literalmente, en wikipedia cuántos Nobel de Literatura teníamos en España (cinco, por cierto), cuestión que creo que desconocemos la gran mayoría, incluso frikis del Trivial como es el caso de un servidor. Pues aquí lo lucen en negocios y murales. He visto más a Gabo que a Pablo Escobar (esto es una hipérbole de manual, pero como es mi blog, me lo permito). En definitiva, me gusta que tengan este orgullo patrio. Creo que deberíamos aprender un poco en esto.
Y ya me despido. Dos primeras semanas en un lugar conocido que dan paso, a partir de ya, a territorios inexplorados. Nueva gente, comida y modo de vida. Ahora sí, salgo definitivamente de la zona de confort (perdón por caer en tantas frases de Mr. Wonderful, pero ando espeso). La siguiente entrada, rumbo al sur, con un nuevo sello en el pasaporte y con una nueva moneda en el bolsillo -qué follón esto último-.