He de confesar que he trampeado un poco, ya que el inicio ha sido en un sitio que ya conocía, lo que hace el asunto un poco light. Haciendo alarde de cobardía, decidí empezar por Colombia, un lugar que visité, fugazmente, en 2019. Mis tres primeros días (cuatro, en realidad. Luego lo entenderéis) transcurrieron en Medellín, la conocida como “Ciudad de la eterna primavera”, término un tanto manido -Caracas, Ciudad de Guatemala o Quito también tienen esta alias-, pero que creo que es bastante idóneo para esta colorida y pindia urbe.
Los medellinenses están encantados con que su fama entre viajeros de todo el mundo (realmente es una Torre de Babel) se esté produciendo por el arte, la música, la gastronomía y la fiesta. Los paisas son extremadamente acogedores y amables con los visitantes -creo que sí son los que mejor me han tratado, rompiendo todos los prejuicios originados por Narcos-. Imagino (realmente lo sé, que lo he preguntado) que estarán contentos con dejar atrás el primer puesto del ranking mundial de ciudades más peligrosas que tenían hace 30 años, Pablo Escobar y cárteles mediante, para haberse convertido en una referencia entre los lugares instagrameables y bien considerados por Condé Nast Traveler, ya que la última década siempre ha estado encabezando las listas de ciudades que visitamos los estúpidos que necesitamos sentirnos aventureros sin que nos falte un capuccino con leche desnatada. Los hípsters han sustituido a las balaceras, lo que es un avance, un poco vergonzante, pero avance al fin y al cabo.
No nos vamos a engañar, hay droga y prostitución. Mucha. Asusta la naturalidad con la que te ofrecen placeres sexuales o estupefacientes varios, ambos a precios de Black Friday, todo sea dicho. Tengo muchos vicios pero, afortunadamente, no me ha dado por esos, así que pasé velozmente de esos asuntos. Pero muchos visitantes que en sus países quizás vayan a misa los domingos, sí dan buena cuenta de ambas. Un poco lo que pasa en Europa o Estados Unidos pero de una forma tan transparente, cristalina más bien, que impresiona. Casi prefiero verlo sin tapujos que hipócritamente, he de decir.
En mis días en la capital de Antioquia, me dediqué a visitar la Comuna 13 (un espectáculo en sí misma); el impresionante Guatapé; y a dar paseos por el Poblado, la zona en la que me asenté. Por cierto, en un auténtico zulo que, sin querer, me regaló una noche de estancia. Me hospedé una jornada más de las contratadas por mis malos cálculos y me avisaron cuando ya estaba lejos. Debo ser el primer turista que engaña a los locales. Iba a ir al infierno de todas formas, por lo que ese sinpa involuntario tampoco cambiará mi futuro.
Entre café y café, además de platos riquísimos e hipercalóricos de la cocina paisa, incumplí una promesa que le hice a mi amiga Lorena. Antes de cada viaje, siempre me dice que no haga cosas que ella no haría. Eso es difícil, porque ella está en las antípodas (buenas) de responsabilidad respecto a mí. Así que, en una tarde tontorrona, falté a mi palabra. Ví un partido de fútbol de locales, con pinta regulera pero tremendamente simpáticos (¡ay, los prejuicios!), y tuve la buena idea de autoinvitarme a jugar. Por la cara, además. Sin vergüenza conocida o por conocer, por suerte.
Allí, respondiendo al nombre “España”, ganamos, marqué un par de goles, dí un par de asistencias, hice alguna tontería con el balón, tuve algún pique con los rivales y fallé unas cuantas ocasiones claras. Después del encuentro comunero, al que me ofrecieron volver todos los sábados, jugosa oferta que tuve que rechazar muy a mi pesar, me tomé una cerveza con dos gringos que, al verme, también les apeteció un poco de soccer.
Eran, y espero que sigan siendo, un par de nómadas digitales (véase el vídeo de Pantomima Full al respecto) de California y Nueva York, respectivamente. El primero estaba en Colombia porque tenía todos los vicios que puede tener un ser humano -absolutamente todos-. El segundo viajaba por el continente por su afición a conocer lugares y gente pero, siento decirlo, había renunciado a todos los placeres de la vida. Me comentó que llevaba tres años siendo abstemio y vegano. Me tomé algo rápido y huí lo más rápido posible, no sé si por las aficiones del primero o por la renuncia al placer del segundo. ¡Qué gente tan variopinta te encuentras por el camino!
También conocí a un matrimonio de jubilados suizo que estaban haciendo un Argentina-Canadá en caravana. Llevaban tres años de periplo y les quedaban otros tantos. Si para mí, pobre de solemnidad, este continente es muy beneficioso económicamente por la inexorable devaluación de las monedas nacionales, imaginad para estos septuagenarios helvéticos. Con lo que vale una cerveza en Ginebra viven una semana.
Después de esto, empecé a vivir algo más de aventura. Agarré un eterno bus de ocho horas entre Medallo y Salento para descubrir lo bonito que es el Eje cafetero del país cafetero. Y sí, desde aquí estoy escribiendo. Después de unas jornadas de deporte, buena comida, paisajes impresionantes y de compartir habitación con otras cinco personas. Cosas de los hostels. Ahora toca un poco de cambio de tercio.
De momento, así como sorpresa, me está asombrando la cantidad de gente solitaria que está haciendo lo mismo que yo. Eso sí, todos chicos (incluyo a todos los géneros existentes aquí), anglosajones. Ningún español en mi mismo mood. Eso está ayudando a qué mi primera semana haya sido tranquila en cuanto a ocio nocturno, lo que agradecen mi cartera y mi físico.
De una forma tan genial como inesperada, voy a tener compañía española esta próxima semana, mi última en Colombia. Tengo que dormir en un bus nocturno de incontables horas, pasar por la supuestamente peligrosa Bogotá, encontrarme con la visita e irnos a la zona caribeña. Planazo, sin dudas.
Creo que me vendrá bien un poco de desconexión y comodidad estos próximos días, que mi naturaleza snob sale a relucir. Además, viajar solo mola, básicamente porque haces lo que quieres en cada momento, pero compartirlo con buena compañía, más. La siguiente epístola, última antes de cambiar de país, desde la playa.