Argentina es multiorgásmica. Me refiero a sentidos y emociones. A lo otro, ni idea. Mi última semana de aventura, la octava y definitiva, ha sido la guinda perfecta del pastel. No he podido escoger, que no coger -termino que no he parado de decir en todo el viaje y que ha generado muchas risas entre locales de todos los lugares- un lugar mejor para el último empujón (para seguir con este lenguaje tan sexualizado). Ya vale. Os voy a contar mi última semana de una forma menos soez, que estoy aún en el país del Papa Francisco.
Después de estar en la bonita zona de Bariloche, que era preciosa pero de una belleza que no te desmayaba -es lo que tiene vivir en Cantabria, que el listón está alto. Si fuese de Ciudad Real igual cambiaba la cosa-, mi camino continuó hacia una parte más sureña de la Patagonia, que sí me puso los pelos de punta (los de la cabeza no, evidentemente). Por suerte, soy un ateo radical. Veo el mismo sentido a creer en un tal Jesús que en un tal Diego Armando. Igual hasta tiene más el segundo. Pues bien, lo que ví en El Calafate fue algo cercano a una experiencia religiosa. Tanto en el Glaciar Perito Moreno como en el trekking -caminata por la montaña pero con ropa de The North Face- en las faldas del Fitz Roy, me dejó completamente asombrado. Impresionado. Fascinado. Pasmado. Se puede usar el adjetivo que encaje en la descripción de ir con la boca abierta, con una tortícolis acuciante de mirar a todos los lados e intentando captar algo de lo que veían mis ojos a través de fotos y vídeos. Ímprobo esfuerzo este último, ya que es algo imposible. Lugar para ver en la vida, sin duda. Todo lo sobrevalorado y turistificado que me parecieron Machu Picchu y Perú, cosa que me ha reportado críticas, que son música para mis oídos, me lo ha compensado la Patagonia. Su belleza, salvajismo y espíritu de aventura no lo he visto en ningún otro sitio.
Además, acerté con el hostel. Cosa clave para disfrutar. Disfruté del preciado bien que significa el agua caliente, un colchón cómodo y limpieza. Siempre tienes que aguantar, está claro. La última noche, dos chicas israelíes -el mundo está lleno de viajeros de esté lugar, algo sorprendente-, se dedicaron a hablar entre ellas durante toda la noche en hebreo ( idioma que me suena a pársel -los frikis de Harry Potter, o sea todos los que les gusta el mago míope, lo entenderán-), riéndose de los ronquidos de una señora argentina de larga estancia en el hospedaje y tocando las narices básicamente. Ya que me contuve en lanzar algún comentario al respecto (se ve que desde que invadieron Palestina pueden ir como quieran por el mundo), mi venganza se produjo a las seis de la mañana, cuando me puso a hacer la maleta con mi lista de reproducción de Bad Bunny reventando los altavoces del IPhone. Vendetta patrocinada por el latineo y el capitalismo.
En mi residencia patagónica me animé a cocinar. En realidad los precios del lugar me dieron un buen empujón a ello. Era todo caro, con precios superiores a España, salvo la carne. Así que me decidí por comprarme una buena chuleta. Da la casualidad que me he encontrado con múltiples veganos o vegetarianos, personas con una actitud tan loable, postureta y comprometida con el planeta como fútil y desconcertante, según mi entender ¿Por qué en plena veintena las personas renuncian a los placeres carnales – y nunca mejor dicho- de la vida de forma voluntaria? Pues no lo sé. Unos cuantos con los que ha hablado me han llevado a la conclusión que lo hacen por llamar la atención. Viendo su ropa hecha en fábricas de Bangladesh (y la mía) y que viajan en medios de transporte que destruyen más el planeta que comerse un bocata de jamón (yo hago ambas cosas), pues me parece que son unos hipócritas. Cada cuál que haga lo que quiera, también es cierto, pero voy a mi anécdota.
La cosa es que aparecí con mi pedazo de vaca muerta -así consideran a la carne, trozos de animales asesinados por el hombre-, mientras múltiples gringos y sucedáneos europeos se cocinaban sus brócolis, coliflores y semillas. El silencio fue sepulcral cuando plante en medio de la cocina mi sangrante comida. Me miraron como a un cavernícola que me tirase al muslo de un mamut. De las mejores comidas de mi vida mientras sus verdes -de comer tanto vegetal- miradas inquisitivas me juzgaban. Repetí lo mismo durante varios días. No sé si a Denver o Plymouth habrá llegado la noticia de un español mortífero.
De ahí, como despedida, me vine los últimos días a Buenos Aires, mi amada ciudad porteña. La Madrid de Latinoamérica. Y eso es mucho. Si a alguna persona no le parece divertida y ociosa la capital española, no os fíes. No le gusta disfrutar de la vida. Puede que le guste más el fish and chips que la tortilla de patatas. El caso, tres días bonaerenses en los que recorrí sus bonitas calles, comí asado y desayuné como si se tratase del último día de mi existencia, además de disfrutar de la animada noche de Palermo, barrio bohemio por excelencia. Y, como no podía ser de otra forma, viví y celebré el triunfo argentino en el Mundial frente a Holanda -me niego a decir Países Bajos-. Una jornada de tensión, lloros y alegría sin igual. Pasión inenarrable. Para verlo con los propios ojos. Prefieren ser campeones a que baje su galopante devaluación monetaria. Oye, no voy a decirles nada al respecto. Por supuesto, tras el partido, brindé, abracé y canté como si hubiese nacido en La Pampa. Para otras cosas no, pero para mimetizarme en la festividad, soy el mejor.
Y da pena ir despidiendo este divertido blog, creo que para mí y para los lectores, con toda la presuntuosidad del mundo, pero toca volver a ser una persona normal. O al menos, con una vida normalizada, no hay que exagerar. Aún así, desde la ya casi invernal España, habrá una buena recapitulación. Espero no estar cegado por las luces navideñas.