Soy un cobarde. Escribo esta opinión sobre lo más representativo y mayor motivo de orgullo peruano a escasas horas de abandonar este país. Una posible deportación no será posible y una detención, tampoco. Esto verá la luz mientras esté en una particular odisea entre Cuzco y La Paz, con 17 horas de bus cruzando Los Andes, o ya en territorio boliviano. Y, seguramente, estaré más preocupado por la relación amorosa entre mi cuerpo y los más de 4.000 metros de altitud. Así que, lo digo: Macchu Picchu, una de las 7 maravillas del mundo mundial -la segunda en votación después del Cristo Redentor de Río de Janeiro-, es algo que merece la pena ver, que recordaré toda la vida, que lo parte en instagram…pero, para mí, con mi haterismo, no me pareció para llorar de emoción y dar las gracias a la vida por traerme hasta este lugar -frase muy de de post en redes sociales, de las que se googlea para parecer más profundo-.
El entorno y la aventura que me llevó hasta ahí arriba, y que os contaré a continuación, sí me parecieron de categoría. Hay que decir, que no sé si será por un resquemor con la sociedad, enfado con la vida, o por afán de dar la nota y llamar la atención, pero siempre me ha pasado, me gusta ir a contracorriente. Sin ir más lejos , la otra maravilla, según votación popular, que conozco, el Coliseo de Roma, no me parece, ni de lejos, lo más impresionante de la capital italiana y del país transalpino. A bote pronto, y muy en contra de mis creencias, el Vaticano le da varias vueltas. Ni que decir del impresionante Panteón; de tomarse unos Aperols Spritz cuando cae la noche en el Trastevere mientras se te queda cara de bobo viendo pasar a italianas e italianos (cada uno mira lo que le apetece); o de pasear por otra ciudad no excesivamente lejana como Florencia. Cuestión de gustos y de ser un poco tocahuevos, hablando mal y claro. Pero disfruté mucho, o sufrí, según se mire, el viaje a este lugar.
Tras un par de días en Cuzco (Cusco para los locales), en los que caminé delante de construcciones que bien podrían estar en Castilla y León (sí, venir al otro lado del océano para ver iglesias que están al lado de casa), admirarme con las llamas y las alpacas, y darme cuenta que, sin faltar, los locales aquí son más pequeños (mucho) que en Lima, planeé mi visita al símbolo peruano por excelencia. Había varias posibilidades, y como es normal en alguien sin mucha cabeza (bueno, cráneo destacado sí tengo, ya me entendeís), me decidí por las más dura -y barata-. Ir furgoneta hasta un lugar llamado Hidroeléctrica -5 horas por paisajes impresionantes-, caminata de 10 kilómetros por la selva, noche en Aguascalientes, subida a pie a Macchu Picchu, vuelta por la jungla andando y transporte de regreso. Pues bien, todo el itinerario, sí es algo que no olvidaré.
Fuimos un grupo bastante variopinto rumbo a este lugar de peregrinación. Nuestro conductor, de nombre Juan, un tío parco en palabras (en esta zona, por mi sordera seguramente, me cuesta mucho entender a la gente, en general), estaba regalándonos un placentero trayecto hasta que se erigió como protagonista. Mientras transitamos por una de esas carreteras sin asfaltar, bordeando un precipicio que nos ponía los órganos reproductores a la altura de la garganta, el señor Juan tuvo un conflicto con otro hombre que conducía un todoterreno y que, deduje, trabajaba en la inmensa obra que están realizando en las carreteras de la región.
Tras un par de pitidos y gesticulaciones, cuando ya estábamos en una población cuyo nombre no tengo ni idea, el otro conductor, como si se tratase de una película, pegó un frenazo en seco, cruzando su coche y se bajó para dirigirse a nuestro chófer. Al acercarse en tono amenazante a Juan y viendo que estaba bastante acojonadillo, no respondiendo a las amenazas del hombrecillo (medía poco más de 1,60 metros), una pareja de amigas chilenas de mediana edad y yo, pasamos a la acción. Empezamos a soltar improperios amenazantes hacia nuestro enemigo común. En una retroalimentación compuesta por insultos varios, intercaladas con risas al escuchar nuestro variado arsenal de desconsideraciones (qué bien lo hacemos los españoles, eh), vimos como el gallito bajaba sus ínfulas. Con esta unión chileno-española, un brasileño (del que hablaré después) que había estado callado todo el viaje, se animó a soltar palabras ofensivas en portugués. Toda una cumbre iberoamericana, ejemplo de diplomacia y unión entre naciones. Había dos chicas argentinas que me decepcionaron. Ni con un triste boludo nos ayudaron. Aún así, el enemigo se retiró con el rabo entre las piernas entre abucheos de los presentes. Muy divertido.
Pasado este gracioso incidente que generó lazos de amistad entre los participantes (luego os contaré), el karma nos castigó. No sé si presa de los nervios o del subidón de adrenalina, pero Juan, un conductor profesional, se perdió. En un principio pensé que, como había visto que estábamos en el mismo equipo, estaba haciendo una broma. Pero no, no sabía dónde estábamos. Dos horas de vueltas por pistas de tierra con indicaciones contrarias de personas que pasaban por ahí en sus quehaceres diarios, hasta que, una chica nos devolvió al camino correcto. Alivio por parte de todos. Pero no había terminado ahí. Ya os había contado que había obras en la zona. Pues otro tanto tiempo de espera con la carretera correcta cerrada por voladuras con explosivos. Un cuadro. Cómico, pero un cuadro.
Finalmente, con bastante demora llegamos a Hidroeléctrica. Ahí, nos juntamos Silvestre, el de los insultos en portugués de antes, yo para hacer el recorrido. Una pasada de senda junto a las vías del tren que sirvió para que este paulista (de São Paulo para los que no lo sepan) de 35 años y servidor debatimos sobre fútbol (típico con los brasileiros), de Bolsonaro y Lula, o de los romances de la cantante Xuxa con Pelé y Ayrton Senna (sí, somos más viejos que la orilla de la mar). Una vez en Aguascalientes, un par de cervezas, alguna anécdota de viajes (él había recorrido buena parte del continente en moto) y desearnos suerte para lo que venía al día siguiente. Yo opté por subir caminando a Machu Picchu mientras que las personas con dos dedos de frente lo hacen en autobús.
Con la excitación de un niño en el Día de Reyes, apenas dormí. A las 5:30 en pie, ligero desayuno (pero con 3 cafés) y rumbo a la maravilla. El trayecto fue tan impresionante como doloroso. Infinitos escalones con un 85% de humedad que hicieron que ya tenga el culo ejercitado para el verano de 2023. Después visita al lugar, fotos para posturear, un par de debates sobre la colonización con Ana, la guía que nos tocó, y vuelta. Tras llegar con el tiempo justo a la furgoneta y con cientos de picaduras de mosquitos que espero que no lleven acompañado el dengue o la malaria, parecía que íbamos a llegar pronto a Cuzco. Nada más lejos de la realidad. Otra vez carreteras cortadas y tráfico infernal para un viaje de casi 10 horas. Estuve tentado a volverme a España durante ese periplo en un vehículo que olía a todas las posibles cosas que puede oler un ser humano, incluido un vómito en una bolsa de una colombiana que se tomó más cervezas de las debidas, pero mantuve mi cabeza fría, raro en mí, y seguiré con la ruta pensada.
Para acabar el resumen de mi semana en las alturas, he de decir que salvo algún ahogo y cansancio de más, no he tenido un soroche muy fuerte (sé de gente que ha acabado en el hospital de turno de lo mal que lo ha pasado). Haber rechazado ofertas de ceremonias de ayahuasca seguro que ha ayudado. Veremos en los próximos días en Bolivia, un lugar que definen como un viaje en el tiempo. Seguiré mascando coca para afrontar tal empresa.