Cada uno afronta el particular camino vital de una forma muy particular. Todas, mientras no jodas al prójimo, son igual de respetables. Unas, más interesantes. Otras, más convencionales. Unas, muy exóticas y salvajes. Otras, más tranquilas y relajadas. Desde pequeño, como un friki del cine y la literatura que soy, siempre me llamaron la atención los personajes solitarios que vivían mil y una aventuras, de las formas más descabelladas, si era en lugares lejanos mejor, sufriendo vicisitudes y penurias, pero “llevándose a la chica guapa” y volviendo a casa con historias que contar a sus nietos. Muy Indiana Jones todo. Espero que no os haya dado ya una sobredosis de vergüenza ajena con esto.
Como, en uno de los múltiples errores de juventud, me decanté por la carrera de periodismo, una profesión sumida en un pozo de penurias, mi vena aventurera ha salido siempre de mi bolsillo. Por desgracia, no he cumplido los sueños de cubrir un conflicto armado en Siria o ni he podido grabar un documental haciendo cumbre en el Nanga Parbat. Y como no sé en dónde se esconden el Arca Perdida o El Dorado, he tenido que apaciguar mi llama viajera con una mochila y de hostel en hostel. Algo es algo. Un sibarita desorganizado no aspira a más.
Sabía que era el momento indicado para intentar hacer algo que tenía metido en la cabeza desde que empecé a interesarme por lo lejano. Libros de expediciones al Himalaya o de increíbles andanzas que emocionan hasta plasmadas en un papel; historias de personas que se habían lanzado a empresas más propias de películas que de lo que estamos acostumbrados, además de mi poca cabeza y mis nulas ataduras laborales, me llevaron a ponerme mi particular sombrero y anudarme el látigo en la cintura (perdón por la metáfora). Recorrí Sudamérica de Norte a Sur, con un itinerario y planificación adaptadas a mi personalidad de hippie urbanita. Tarea que no fue sencilla. Grosso modo, 10.000 kilómetros; 4 países; lugares como Medellín, el Eje Cafetero, Bogotá, Cartagena de Indias, Santa Marta, Lima, Pisco, Ica, Cusco, La Paz, Buenos Aires, San Carlos de Bariloche y El Calafate; una decena de aviones y otras tantas busetas; selva, llanura, montaña o glaciares; cumbia y tango; patacones, ceviche, caramelos de coca y ojo de bife; tan variado como excitante y cansado.
Nunca he querido llegar a viejo. Siempre me llamó la atención una frase atribuida al mitificado James Dean, que no sé si realmente la dijo él, pero como era guapo, con pelazo y con una corta pero brillante carrera filmográfica, pues ha pasado a la historia como su herencia. “Vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver”. Y mi forma de hacer la primera es llevar a cabo lo que me pone cachondo los sentidos. Lo que me produce cosquillas en el estomago y me pone mi blanca piel de gallina. Puede que, en una de esas, se produzcan la segunda y la tercera de la cita del guapo actor. Según mi percepción, eso es la vida, no trabajar de lunes a viernes e ir el fin de semana al supermercado. En definitiva, tener historias que contar. Y yo, tengo muchas. Demasiadas para los 32 años bien llevados que me contemplan. De hecho, me aventuro a decir que, de forma buscada o no, he visto, disfrutado y sufrido por varias vidas corrientes. ¿Es mejor ser normal? Siempre lo pienso.
Personas más inteligentes que yo han determinado que existen cuatro hormonas que influyen en nuestra felicidad: dopamina, oxitocina, serotonina y endorfina. Sinceramente, mi bolsillo agradecería sentir estas cosas viendo el alumbrado navideño de mi ciudad o comiendo dulces en una baby shower, pero no. Me excita a niveles enfermizos el salir de mi zona de confort, cosa que saboreo al llegar a una ciudad desconocida, de un país extranjero y con dudosos niveles de seguridad, pero que, con el tiempo, me dará buenas historias que contar. Lo siento como el yonki cuando compra una papelina de heroína o el ludópata cuando ve al croupier barajando una mano de black jack. Así me siento antes, durante y después de cada aventura. Me doy cuenta de la enfermedad que tengo porque, a pesar de mi intrépida y agotadora aventura, que ha transcurrido sin separarme del wifi o de los capuchinos con leche desnatada y edulcorante, por contextualizar, en mi largo avión de vuelta desde Buenos Aires, ya me preguntaba qué país sería el siguiente. O cuando caminaba como un zombie en busca de un añorado bocata de jamón, me paraba en los paneles del aeropuerto de Barajas para ver los diferentes destinos a los que volaban esa mañana. Sin ir más lejos, me apetece bañarme con un tiburón blanco en Sudáfrica o sufrir, otra vez, hipoxia al subir a altitudes no recomendables en las faldas de algún ochomil nepalí. Ser el policía Brody luchando contra algún escualo o sentirme tan perdido como Irvine o Mallory cuando buscaban coronar la montaña de las montañas, un siglo atrás. ¿Soy normal? Pregunta retórica.
Suena muy cool lo que he hecho. Casi dos meses, sin billete de vuelta. Pero todo tiene su parte mala. Este tipo de cosas siempre me han parecido un poco como cuando tienes pareja, que echas de menos la independencia de la soltería. Luego, cuando estás soltero, echas de menos alguien con quien aburrirse un domingo por la tarde. No se puede tener todo en la vida. Estando allí, en ocasiones, extrañaba la comodidad de la rutina. La libertad que me daba viajar solo, suponía que faltaba poder compartir con alguien lo que iba conociendo. Manejarse en ese inconformismo es clave. La lucha con la soledad, a veces es dura. Yo, para bien o para mal, pienso mucho. Pero no pienso bien. En los largos ratos conmigo mismo, no se me ocurren ni historias dignas de Nobel de Literatura, ni ideas de negocios rentables. Solo me torturo con mi pasado, presente y futuro. Y en 50 y pico días, hay mucho tiempo para degustar la propia sesera y autoflagelarse como si fuese un miembro de esa secta llamada Opus Dei con el cilicio. Si aguantas eso, pan comido. El resto, tener tiempo y dinero, como si fuese poco.
Ya en España, en la búsqueda de trabajo y de reinserción en la tortuosa rutina, en vísperas de las navidades, las peores fechas del año para mí, digo que ha merecido mucho la pena. Sin ninguna duda. Por suerte, mi mayor virtud, e igual mi mayor defecto -entre el sinfín de los que hago gala-, es la impulsividad. Si lo pienso y puedo, lo hago. No dudo. No miro atrás. Me equivoco una y otra vez así. Y aprendo, claro. Pues lanzarme a esto, sin mucho meditar, ha sido un éxtasis para los sentidos. Más allá de las anécdotas que me han sucedido, de los sitios que me han maravillado, de los que me han dejado tibio, de las personas que he conocido, del dinero que me he gastado, de las incomodidades, o de lo que he comido, bebido y bailado, sé que con los años, me sentiré orgulloso de mí mismo. Y tendré historias que contar, claro.
El haber podido narrarlo en este blog, ha ayudado mucho a que la gozadera haya sido mayor. Saber que ha habido gente que ha disfrutado o se ha entretenido con mis desvaríos, se ha asemejado, casi, a la mirada de mi sobrina cuando me vio aparecer por sorpresa. Algo que mola. Imagino, y espero, que no sea la última aventura de mi vida. Nos encontraremos en los siguientes episodios. Y si estás pensando en hacer algo parecido, adelante. Te arrepentirás si te quedas con las ganas, pelotudo-a-e.