Suelen aparecer de vez en cuando, especialmente al oír acercarse el retumbar de los tambores electorales, algunas voces que, blandiendo algún texto de la Transición, o una bandera colorida, o elementos del folclore regional, alertan enérgicamente a la ciudadanía de la amenaza acechante de una reversión del autogobierno autonómico. Este fenómeno de tintes escatológicos, no es, por supuesto, exclusivo de nuestra región, pues aún queda quien se cree de verdad que los partidos conservadores siempre se han opuesto a la descentralización política de España, y nunca renunciarán a deshacer lo que, curiosamente, los propios conservadores contribuyeron a construir y han defendido desde entonces.
Pero en Cantabria estas opiniones, a pesar de contarse por muy pocas, se escuchan con cierta fuerza debido a la figura vistosa de su Presidente y del partido que aún maneja. El futuro -parecen decirnos-, o pasa por más autogobierno, o simplemente no existirá. El planteamiento, ciertamente, es atractivo por simplista, pero es sólo una imagen electoral. La reivindicación de una mayor profundidad en la autonomía política sin que se aporten consecuencias concretas de ello no pasa de ser una simple consigna. Un lugar común dentro del discurso político de quienes, por reconocerse a estas alturas de su trayectoria vacíos de propuestas, recurren a la emoción para fidelizar a sus votantes, que se van alejando de ellos en desbandada. “Cantabria o caos”.
No quiero detenerme a preguntar qué ciudadanos (también) cántabros representan, para quienes sostienen este discurso, a una o a la otra opción. La organización autonómica no se discute de forma realista por ninguna fuerza política en nuestra Asamblea, y quienes de vez en cuando lo intentan, creen dar la batalla cultural disparando con balas de fogueo. La autonomía de Cantabria es irreversible, tanto por imposibilidad legislativa como por voluntad política de la ciudadanía que la disfrutamos. Lo que hay que discutir es, precisamente, el contenido de esa autonomía. Sin ello, el resto es tan sólo una cáscara hueca.
Pondré un ejemplo muy claro. La Constitución de 1978 otorga a las comunidades autónomas la capacidad de gestionar por sí mismas, legislativa y gerencialmente, una parte realmente amplia de los servicios de sanidad pública que se ofrecen en cada región. Es fácil comprender el planteamiento organizativo: para poder atender mejor las necesidades individuales de cada ciudadano será conveniente acercarle el poder de decisión de aquello que le proporciona la cura que requiere, que en este caso se concreta a través de la administración sanitaria autonómica. Es sin duda la opción correcta, y la que más posibilidades tiene de llevarse a cabo con éxito. Y es gracias a la autonomía política de Cantabria que podemos escoger y controlar a quienes se encarguen de gestionar unos servicios sanitarios eficaces, accesibles y rápidos.
Sin embargo, durante la última legislatura de Miguel Ángel Revilla al frente del Gobierno, los cántabros sufren las listas de espera quirúrgicas, de consulta en atención hospitalaria y de pruebas diagnósticas, más altas de toda la historia de nuestra autonomía. Al momento de redactar estas palabras, los datos conocidos señalan que en Cantabria hay 19.000 pacientes a la espera de una intervención quirúrgica, cada uno de ellos con una de las peores medias de tiempo de espera de España, 146 días; 61.000 en espera para consulta hospitalaria, con una demora media de 3 meses; y 45.000 esperando durante 6 meses para que puedan recibir sus pruebas diagnósticas. Especialmente perniciosas son las consecuencias de estas últimas, al elevar la tasa de infradiagnóstico de patologías que requieren de detección precoz, como las cardíacas, las neurológicas o el cáncer, siendo en muchas ocasiones ya demasiado tarde para hacer nada cuando finalmente se descubren. Las cifras suponen un incremento de casi el doble de pacientes afectados desde hace 4 años. Una legislatura completa.
Este aumento –en fase exponencial en la actualidad– no puede achacarse únicamente a los efectos de la pandemia de COVID-19. La consignación para partidas sanitarias del Presupuesto Autonómico de este mismo año aprobado por el bipartito PRC-PSOE asciende a casi 1.100 millones de euros. Es decir, más de un 40% por encima de la cifra que el Partido Popular dedicó a las mismas áreas durante su última legislatura de gobierno. Ciertamente podría pensarse que, así las cosas, la gestión de nuestro autogobierno sanitario debería ser, por lo menos, un 40% mejor que la de entonces. ¿Cuál es entonces el hecho diferencial para que esto no esté ocurriendo? ¿Dónde debemos poner los ciudadanos de Cantabria el foco a la hora de pedir responsabilidades por el despilfarro de cantidades ingentes de dinero público destinadas a una Sanidad autonómica cada vez peor?
El autogobierno implica, necesariamente, asumir la responsabilidad política de su gestión. A más autogobierno, más responsabilidad. Envolver la inminente campaña electoral con discursos e imágenes que no ofrecen respuestas a la gestión de las posibilidades que nos brinda la autonomía no es otra cosa que intentar distraer la atención de los ciudadanos. Cantabria no necesita un nuevo himno, nuevas banderas o nuevas excusas vacías, sino un cambio urgente de gobierno y un programa de gestión eficaz. Mientras no ocurra esto, Cantabria seguirá esperando a poder disfrutar de las verdaderas posibilidades que nuestro autogobierno nos ofrece.