Sí. Me odio a mi mismo. Porque, en contra de mis pensamientos, convicciones, creencias y deseos, he tenido que pasar por el aro. He hecho un tour con guía. Y (esto pensaba omitirlo), en un ejercicio de sinceridad, os cuento que el cicerone de la excursión, un tanto histriónico, dirigía nuestros pasos con un micrófono. Sí, y tal y como estáis pensando, nos pastoreaba como a un anodino rebaño. Un momento “tierra, trágame” de manual.
Digo que odio a los turistas porque esa imagen de grupo japonés siguiendo a un guía local en algún lugar de belleza relativa, siento si algún lector de Yokohama y Osaka se ofende por la afirmación, es una de las más perezosas y que más va contra mis principios que puede haber. Aclaró que, sin ser Indiana Jones en Busca del Arca Perdida, mis experiencias no se asemejan en nada a eso.
Los autoproclamados como viajeros, en un ejercicio un tanto hipócrita y de desmarque de ese japonesismo, nos queremos diferenciar y, ya de paso, mirar por encima del hombro a esas personas a las que les dan 20 minutos de recreo entre monumento y monumento. Bien, después de este desnudo emocional en el que he admitido uno de mis momentos más bajos como aventurero de postín, os aclaro que la excursión, que fue a Paracas e Ica, en dónde pude ver pingüinos y leones marinos, además de un impresionante desierto, me pareció divertida. También es cierto que representar a España en una cata de piscos -bebida alcohólica por excelencia de este lugar-, frente a otros bebedores autóctonos y de Venezuela y Colombia, me llenó de orgullo y satisfacción, que diría aquel desde el exilio, y me proporcionó una más que inesperada borracherilla, que suena mejor.
Sí, ya no estoy en Colombia. He añadido un nuevo sello a mi pasaporte -qué frase tan de escritor trasnochado y de poca imaginación-. Os escribo desde Perú, tierra de los ceviches y Machu Picchu, entre otras cosas. Hablando de lo primero, ya que lo segundo no lo he visto -aún-, admito que la comida aquí es muy rica. Ni de lejos se acerca a un plato de jamón ibérico o a una tortilla de patata poco cuajada, pero, al loro.
Además de lo que he contado al principio, ya dejando mi reputación a la altura del betún, esta semana he hecho algo bastante vergonzante. Tras un par de clavadas inesperadas (económicas, por suerte) a la hora de buscar un ceviche bueno, bonito y barato, hice lo que debía haber realizado desde el principio: preguntar en la recepción del hostel sobre qué lugares, como locales, que no turistas y viajeros, frecuentaban ellos para degustar este ácido plato a base de pescado marinado y algo llamado leche de tigre.
Pues los amables trabajadores del Thay83, mi casa en estos momentos, me dijeron que fuese, no muy tarde, al Mercado de Surquillo. Allí, tras un ejercicio de adaptación a los olores -no soy especialmente tiquismiquis o escrupuloso pero no era un lugar para hacer la “prueba del algodón”, que digamos-, me puse a elegir puesto.
Tras intercambiar un par de palabras con Álex, dueño de El Rinconcito, hice una cosa de la que me avergüenzo: mentí diciendo que era periodista (esto es verdad, más o menos) y medio influencer en redes sociales. No está mal mentir, de hecho sí que tengo un estéril título que me acredita como lo primero, pero sí es algo muy malo el hacerse pasar por un bobo-boba-bobe de los que podemos ver en instagram influenciando, relativamente, a los demás. Personalmente, metería en el mismo saco a esa tribu urbana que a la gente a la que le gusta el agua con gas, que no se empalagan escuchando al cantante Camilo, o que prefieren Barcelona a Madrid. Esa gente. Sí, es difícil dar más lástima.
Bueno, el caso, la mentira, o media verdad, tuvo como objetivo (conseguido) el poder grabar una especie de vídeo a lo Arguiñano, mientras el bueno de Álex hacía la receta de un ceviche tradicional y me regalaba un caldo de la casa de cortesía, por la promoción. Patético lo mío y delicioso lo suyo. Una de las mejores comidas de mi vida. Por supuesto, tengo la intención de volver antes de partir, la próxima semana, y probar otro plato tradicional que, por supuesto, no sea cuy, una especie de rata sin cola que veo en multitud de sitios y que hace que no pida nada de carne por si hay una confusión a la hora de servirlo.
Finalmente, he de decir que la gente no tiene ni idea. O igual soy yo, no sé. La gran mayoría me dijeron que pasase rápido y sin casi pararme por Lima, ya que, decían, no tenía mucho que ver. Pues a mí me encanta. Viviría aquí un tiempo largo. Me encanta el ambiente deportivo de la ciudad, tiene unas olas divertidísimas para mi paupérrimo nivel de surf y cuenta con muchísimos lugares para comer o beber que me recuerdan a Malasaña y sucedáneos lugares de culto hipsters. Sitios a los que la gente llega en una bici retro, se sientan con sus aparatos Apple rodeados de plantas y cuadros de arte moderno, y se piden un café con leche descremada y una cookie de avena y chía, mientras lo degustan –instafoto mediante, claro- leyendo un libro de Bukowski. Yo voy andando y ese autor es un poco pedante, incluso para mí, pero así son mis tardes limeñas, básicamente.
Una mezcla, creo que bastante acertada, de Los Ángeles y algunos barrios de Madrid. Un paraíso. Además, llamadme superficial si queréis, pero la gente es guapa, morena y bien vestida. Sí, prefiero ver esas cosas que a una pareja de alemanes con quemaduras de tercer grado del sol, chanclas con calcetines, tirantes, una riñonera puesta en los riñones (y no en el cuello, como hacemos la gente molona) y acabando con toda la cerveza de Benidorm. Me gusta el lifestyle de aquí – todo se pega-.
Pues eso, una semana de relax, deporte, buena comida y lugares bonitos. Puro hedonismo. La siguiente entrada, después de una buena despedida limeña, desde un lugar mucho más alto que el nivel del mar. No sé si demasiado, por cierto. De hecho, y no tiene mucho mérito por tener algo de vértigo, subiré a la mayor altitud en la que he estado en mi vida. Deseadme suerte con el soroche; me tomaré un poco de coca a vuestra salud.